HUMANIZAR CON EL CORAZÓN por Ángel Ruiz

   No he conocido otro lugar en el que la alta teología y la religiosidad popular entren en un conflicto tan grande como en el mundo cofrade. Las cofradías siempre se han caracterizado entre las cúpulas eclesiásticas como grandes baluartes de la evangelización, porque muestran la cara del Dios escondido en los templos, reflejada en una obra de arte, como lo son las imágenes titulares de nuestras hermandades.

   Las cofradías impregnan la calle de los dogmas de fe que se discuten en los despachos y se plasman, en líneas plagadas de tecnicismos teológicos, en los documentos que la Iglesia hace llegar a todos los creyentes. Entonces, las hermandades son el punto de unión entre el Dios de los despachos y la discusión de su naturaleza y la gente de la calle que solo busca un rostro dolorido con el que identificarse, como el del Gran Poder sin ir más lejos. Las hermandades son los latidos que atraen a mucha gente, aunque sea una vez al año, hacia la vida de la Iglesia.

   No hemos sido pioneros, ni mucho menos. Como en todas estas cuestiones siempre hay Alguien por delante, un Alguien con mayúscula cuyo plan siempre está perfectamente preparado.

   Es interesante pararnos a hablar del Corazón de Jesús desde esta reflexión; un lugar en donde, como en las cofradías, también confluyen dos realidades: la humana y la divina.

   No quisiera sentar cátedra sobre el misterio de la Encarnación, que bien ‘sentada’ está por quienes saben del tema infinitamente más que yo, pero sí quisiera llevarles a la reflexión del paralelismo entre la esencia que les comentaba de las cofradías y la conjunción de realidades en la devoción del Corazón de Jesús.

   Por su parte, nuestras hermandades configuran su identidad e iconografía en función de los bañados en oro, las filigranas y los ricos bordados que intentan conmover a todo aquel que observa el trabajo de sus priostías, podríamos concluir con esto que tanta opulencia puede alejar al, permítanme la expresión, ‘pueblo llano’ de unas devociones que a simple vista no les representan. Lo mismo ocurre con el Corazón de Jesús, marcado por la iconografía teológica, los resplandores, el boato y el fuego; nada sobra, pero quisiera que se fijaran en lo que está detrás de todo eso.

  Celebramos el misterio de un Dios que se rebaja, solemos decir que hasta se humilla, por amor. Tal es su deseo de unión con el ser humano que acoge y asume toda su indignidad, toda su naturaleza física y mortal. Celebramos el misterio de un Dios que ama, como es lógico, pero que ama con un corazón de hombre como el nuestro; con lo bueno y con lo malo que eso implica. Aquí se pierde la lógica. Pues el corazón de un hombre es la sede de los sentimientos y de la razón de los mismos, ¿cómo es posible que un credo, una fe, una comunidad inmensa de creyentes y hasta el universo giren en torno a una víscera? Lo es.

   El misterio de este Corazón ha divinizado lo humano, ¿y qué hay más humano que las hermandades? Ellas hacen lo mismo, cogen lo divino que se aprende en los despachos y las aulas de teología y lo rebajan, lo humanizan hasta tal punto que ellas mismas se identifican y hacen que quien las mira desde fuera también lo hagan. Parten de una divinidad desconocida para muchos hasta un latido acogido por todos.

   Para llegar a la esencia verdadera de las hermandades primero debemos despojarnos de la opulencia, mirar el trasfondo de todo, la humanidad que se respira en ellas y que se comparte cuando un paso sale a la calle. Después, nos hacemos cargo de mantos que embellecen, de pasos dorados que dignifican y ornamentos florales que ensalzan. Lo mismo hemos de hacer con el Corazón de Jesús, debemos mirar la víscera, la parte más humana y vulgar en la que todo un Dios se convierte; después añadimos fuego, coronas y cruces.

   Tanto en las hermandades como en el Cielo, Dios nos ama con corazón de hombre.

Ángel Ruiz.

Foto de portada: Archidiócesis de Sevilla –  «Sagrado Corazón de Jesús» del barrio de Nervión.

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