A estas horas de este sábado de marzo yo tendría que estar dando un pregón en mi Hermandad de Los Gitanos de Madrid. Pero mi voz vuelve a guardar silencio.
Con la venia, les ruego por caridad, que le permitan a este mudo pregonero dedicar estas palabras de desahogo a mis Hermanos y a mi Junta de Gobierno de la Hermandad Sacramental y Carmelitana de Los Gitanos de Madrid.
Que ya son dos años de sueños rotos y de penitencias descosidas, de llamadas ahogadas y de miradas perdidas. Dos Cuaresmas en clausura, dos Viernes de Dolores sin ansias y sin prisas.
Otros dos Domingos de Ramos sin palmas ni alegrías. Dos Miércoles Santos con el corazón en salmuera. Dos Madrugás y dos Pascuas con el tiempo perdido entre las manecillas.
Aquel otro sábado, bautizado 21 de marzo de 2020, fue el primero de muchos días de visillos y alcoba. Aquel sábado que debería haber sido de inciensos y emociones, de suspiros y sueños, me lo pasé tirado en la cama mientras ese bicho me carcomía las entrañas. No me daba el cuerpo para más.
Pero finalicé aquel pregón, aunque yo sabía que nacería muerto. Y lo sabía hacía mucho. Es lo que tiene ser epidemiólogo, que yo no me podía engañar.
Seguí rematando versos y puliendo estrofas. Aquellos últimos días de nervios e ilusión, esa bendita espera de que llegue el momento de dar a luz la palabra y el sentimiento se convirtieron en mi salvación.
Aquellos últimos días de engañosa normalidad eran mañanas grises de hospital, de miedo y dudas. De horror al por mayor. Digiriendo el intragable trago amargo de la bilis de un nuevo virus.
Si un día era malo, ten por seguro que el siguiente sería peor.
Pero al dejar el aroma de lejía y alcohol, se abrían anti mí, madrugás de canela y clavo. Y yo escribía y escribía, como si mientras siguiera escribiendo el embrujo mantuviera abierta la puerta de aquella vida vulgar que conocimos hace tiempo.
Pero no pudo ser.
Gitano: te vuelvo a decir ahora, que nunca había necesitado tanto tenerte a mi lado, mi Señor de la Salud.
Pero te llamaba y solo alcanzaba a ver Angustias.
Mi maltrecha fe – muy flojita si, que soy hombre de ciencias – encajaba una tras otra las andanadas de la pandemia.
Aquellos días de marzo fueron una larga noche de Jueves Santo en el huerto de Getsemaní, cuando Tu clamabas al Padre sin que tus manos, esas que son tus manos, encontraran consuelo.
Y si, te lo digo a ti Señor de la Salud, que en aquellos días fue Ella la que me dio su mano. Y si hoy estoy aquí, escribiendo, es por Ella.
Pero sé que me vas a entender: porque te traicionan y apresan, te abandonan, se avergüenzan de ti, te flagelan las costillas, te cargan con el madero, te llenan de salivazos, te coronan de espinas, te clavan en la cruz y te rematan con el hierro. Pero ahí estuvo Ella, con todas sus Angustias, pero a tu lado, hasta el último momento de aquel oscuro día.
Nadie pudo quitarte el cariño de una Madre. A mí, tampoco.
¡Que lección ha sido todo esto!
Fueron días de Verónicas que limpiaban suelos, de Cirineos que parecían celadores. Aquellos días de marzo en los pasos había santos vestidos de verde o blanco. Había filigranas de orfebrería hechas por policías o soldados y coros de ángeles que llevaban camiones y flores con los ojos de las cajeras de los supermercados.
Aquella Semana Santa, si que supimos que era pasar una madrugada y también descubrimos que lo esencial es lo más importante y que esto siempre es lo más humilde.
También entendimos que esa orgullosa y prepotente humanidad que cree que lo sabe todo y lo puede todo, es como ese Niño Jesús que pusimos estas Navidades en nuestras casas.
Esa humanidad de científicos y sabios, de millonarios y políticos, está tan inerme y desamparada como el Niño que nació en un pesebre.
A la hora de la verdad, no han sido ni el poder ni el conocimiento los que nos han traído Consuelo: ha sido la mano del hermano. Aunque tengo la fe en los huesos y la esperanza pendiendo de un hilo, ha sido la caridad la que me ha mantenido vivo.
Se nos fue el año de las tinieblas, pero él que ha venido tampoco es el de la luz. Una vez más la Junta de Gobierno ha decidido suspender el pregón de este año y es que el horizonte no acaba de despejarse.
No tendremos procesiones en las calles, pero si cultos en los templos con las restricciones debidas. Pero no es tiempo de exaltaciones, que es como titulamos el acto del pregón. Si el año pasado fue un Viernes Santo, de Calvario y dolor, este será un Sábado Santo, en el recogimiento y la espera de un tiempo mejor.
El año que viene, si Dios quiere, será el de la Resurrección.
En lo personal, ha sido un año durísimo. Los que me conocen saben los estragos morales y físicos que me ha dejado la pandemia, luchando contra ella desde un hospital del sur de Madrid y quisiera agradecerle a la Junta de Gobierno la confianza depositada en mi para la proclamación de este querido acto que es este año, se tendría celebrar con evidentes limitaciones.
Ciertamente, a todos nos gustaría que el pregón se realizara sin restricciones: como nos gusta hacerlo en las hermandades, recurriendo a todos los excesos de emoción y sentimiento que llevamos dentro. Dándolo todo, derrochando hasta la última gota de sangre y esfuerzo. Siempre he pensado, que en estas cosas, la moderación es la madre de los defectos.
A todos nos gustaría, volver a aquellos lujos- todavía impensables- que son los abrazos estrechos, los apretones de manos y eso tan hermoso, que son los besos.
Porque a mí, lo que me gustaría es contarles en el pregón que nuestro Señor, el de la Salud, ha derrotado a esta enfermedad para siempre.
Me gustaría ver como se abre la puerta del Carmen y escuchar la voz ronca de Curro animando a su gente y como va caminando por tientos un nazareno de piel morena sobre una alfombra de claveles y lirios.
A mí, lo que me gustaría es contarles, con la Lira de Pozuelo sentada delante, como las Angustias suben la calle de la Paz y Julio deja clavado un varal mientras la banda se desangra tocando “Hosanna in Excelsis” y el palio entra en la Bolsa en una trémula mecida.
Lo que les quiero contar es ese día en que Ella se dio la vuelta, en la esquina del Carmen con la Salud, para ver su banda mientras le rezaba “Mi Amargura”.
Y lo que quiero es ver mis nazarenos blancos, con sus capirotes morados, quiero ver el esparto apretado y los cirios en la cadera, mi Cruz de Guía, y el Senatus y las insignias.
Quiero ver los coros de niños repartiendo estampas, los incensarios volando al aire de la tarde y buscar ese momento en que el cielo de Madrid le roba el color azul a las bambalinas del palio.
Quiero volver a sentir los nervios del Miércoles Santo, y los del martes y los del lunes…y los del Domingo de Ramos. Quiero arrancar las hojas del calendario y buscar en el cielo las nubes que barrunten agua.
Quiero salir de casa con mi traje planchado, con mi papeleta de sitio y mi medalla en el bolsillo. Quiero ver el alba del Jueves Santo, sin dormir, pero soñando.
Y quiero, me gustaría, que todo el que pueda, me acompañe con seguridad y sin miedo.
A por ello vamos, siempre andado de frente y sin prisas, que la Gloria es Eterna.
Juanjo Granizo.
