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Con tanto tiempo libre del que desgraciadamente dispongo estos días, puedo ponerme al día de textos e ideas que quedaron sin poder ser escritas como tenía planeado, durante la Cuaresma.
Hoy quiero contar una de esas cosas bonitas, que me pasan muy a menudo gracias a esta vida cofrade que me envuelve a diario, dejando testimonio dentro de esta columna “Trata a los demás como quieres que te traten”.
Hace unos días (era febrero cuando empecé a escribirlo) empezamos los ensayos en una de las cuadrillas de costaleros a la que pertenezco. No diré donde, no es importante. Estoy seguro que la mayoría de las cuadrillas están cortadas por el mismo patrón.
Sigo. El día del primer ensayo, llegaron pronto los nuevos compañeros, estos que por primera vez meterían su cerviz debajo de una trabajadera.
Hay que explicar a quién me lee desde fuera de Madrid, que en la capital del reino, nos llega gente nueva cada año, que por nuestra realidad, saben menos que nada de este bendito oficio.
Con un mar de dudas por negocio y mucha nobleza humillando, símil taurino, no se me enciendan, para intentar adquirir con rapidez los conocimientos básicos de la cuadrilla, los chavales estaban de lo más disciplinados y hacían caso a cualquier indicación. Así da gusto.
En una pequeña tradición que tengo en la cuadrilla, tras ayudarles a prepararse la ropa, exactamente como hizo conmigo la primera vez que trabajé con él un gran costalero, amigo y mejor persona, me fui arrodillando delante de cada uno de los nuevos, para que poniendo su pie sobre mi rodilla, recogerle el bajo del pantalón y pudieran así trabajar con más comodidad.
Como es de suponer en un primer momento, ellos no sabían ni lo que les estaba pasando, mirándome con cierto estupor. Pero son buena gente y se dejaron hacer.
Habría que preguntárselo a ellos, pero creo que si entendieron que este “perro viejo” así arrodillado, estaba allí no solo para ayudarles, enseñarles, corregirles o mandarles, sino también para servirles, siempre.
Si me preguntas, además de hacerse muy bien el costal, aprender la postura, etc., creo con que lo importante de tu primer día bajo el madero de una parihuela de ensayo, no es lo bien o mal que se haya andado o si has perdido mil veces el compás del bombo. Lo imprescindible es que desde la primera levantá, hasta el “ahí quedó” que finaliza el ensayo, ese hombre novato, sin ser jamás valorado por su edad, sus estudios o su dinero, y si por su fe y su entrega generosa, entienda que es en ese sitio donde siempre ha querido estar, que le pique el veneno del costal y sepa con plena certeza que va a ser feliz entre los suyos, entre sus iguales, aunque le hundan los kilos.
No me siento realizado por saber afrontar la pela de los kilos en un paso, la vida me da cornadas más graves.
Pero en ese momento donde vas en pleno esfuerzo, no hay nada más importante que el hermano que tienes al lado y que él, tiene que saber y sentir lo mismo de tú.
Qué gran legado me dejó el padre Fontcuberta con ese “nada más importante que el hermano que tienes al lado” para hacerlo un pilar vital.
Tampoco digo que quien lea esto, está obligado en hacer cosas similares si se le presenta la ocasión. Los consejos se piden, no se dan y quien me conoce o se ha preocupado en hacerlo, sabe que estoy muy lejos de ser un justiciero en busca de protagonismo dando doctrina. No soy ni más listo ni mejor que nadie.
Es sencillo, intento predicar con el ejemplo desde el más básico, en la intimidad de una pequeña cuadrilla de 30 costaleros, arrodillado delante de un compañero.
Hay mil formas de tratar a los demás como quieres que te traten a ti. Y ese gesto que heredé de alguien mejor que yo, me parece lo más apropiado para recibir a un nuevo hermano.
Benditos sean mis compañeros de costal.
Carlos Elipe Pérez.