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Traigo a la web una de esas historias bonitas, que quiero quede por escrito.
Hablado de la Hermandad con una de esas personas que sabes que es la familia que has elegido, me recordó algo que yo hacía como cuando tenía mando en plaza y que parece ha dejado cierto calado en el corazón de alguno de mis hermanos cofrades.
Creo que ya lo he contado en otra ocasión, por lo que intento resumirlo, que nadie diga que soy muy pesado.
Hay que situarse en Semana Santa, el día en el que realizamos la Estación de Penitencia.
Un par de minutos antes de la hora planificada para la apertura de puertas de acceso al templo a los nazarenos, esperando a que se abriera y permitiera entrar a todos los que formarnos en Cofradía, me situaba junto a la portezuela que da acceso a la nave de la Iglesia.
Esto me permitía recibir uno a uno, a todos los integrantes que formaríamos el cortejo y así poder saludarles, darles un beso, un abrazo y desearles feliz estación penitencial. Es cierto que alguno se “escapaba”, ya que había momentos de gran afluencia y muchos nervios en el ambiente.
Ese era lo que me recordaba mi hermano, tratándolo como algo casi singular. A mí me salía de normal, entendiendo que era el momento de ponerme al servicio de todos mis hermanos, sin mayor comentario.
Para hacer que sea una realidad el que llegue ese momento tan esperado por todos, unos pocos deben trabajar durante días de manera incansable, sin mirar el reloj, regalando su esfuerzo a los demás. Una procesión no se prepara en cuatro ratos.
Implicarse en una Hermandad es eso, trabajar para los demás sin esperar nada a cambio, más que la satisfacción del trabajo bien hecho para mayor gloria de nuestros Titulares. Dejar de ser yo, para ser parte de algo más grande, más importante, más perdurable, que sea capaz de trascender y haga que a otros les llegue la palabra de Dios.
Desearle a tu hermano una feliz Estación de Penitencia es algo implícito en nuestra manera de ser. Siendo ese día el primero de todos los nazarenos, hacerlo de esta manera tan sencilla, me parecía algo de debía de hacer, sin más. Nunca pensé que hiciera nada excepcional.
De la importancia real de ese pequeño gesto he sido consciente transcurrido los años, cuando y por separado, sin ser necesario hacerlo, más de tres me lo han recordado y me han ido explicando lo mucho que lo apreciaban y que aún lo recuerdan con especial cariño.
Por eso las hermandades nos hacen tanto bien. Pequeños gestos que hacemos desde el corazón, son lo que más poso dejan y nos hacen tener un sentimiento de pertenecía que es difícilmente explicable para quien nos mira desde fuera.
Entre hermanos, sabemos reconocernos serviciales. Con actos llanos, ayudamos al prójimo y somos ampliamente reconfortados por ello. Ahora que me vienen curvas, mis hermanos me lo han recordado y me hacen sentir que no estoy solo.
Lo demás, postureo cofrade del que alguna vez me acusan de ejercer los que me prejuzgan sin conocerme, cruz que llevo con sumo gusto.
Carlos Elipe Pérez.