Se me agota mayo, y puede ser que llegue tarde, y si como dicen nunca es tarde si la dicha es buena; qué mayor dicha hay que hablar de la cruz. Según escribo se me hace extraño aunar los dos conceptos: cruz y dicha. Pues van de la mano, porque sin una no existe la otra.
Nuestra liturgia liga la cruz a las celebraciones del Viernes Santo, es el único día del año en el que los católicos adoramos un objeto, nos postramos ante el árbol que nos salva, así explicamos la esencia del gesto, la importancia del símbolo. Los católicos el Viernes Santo adoramos un instrumento de tortura, que castigó con la muerte a millones de delincuentes en la historia. ¿Por qué? ¿Nos gusta recrearnos en el dolor? ¿Cuál es el sentido de crucificarnos cada año?
La lógica nos diría que nos centráramos, para identificarnos, en el suceso más importante de nuestra fe: la resurrección. Pero no fue así, los primeros seguidores del nazareno eligieron por símbolo principal el instrumento de barbarie que dio la peor de las muertes a su líder.
Los primeros cristianos dejan claro el porqué de la elección de la cruz como distintivo.
Los judíos asumían la cruz como algo demoníaco, los gentiles como lo que es: tortura. Los cristianos vieron en ella la grandeza del mensaje y la obra de Jesús, adivinaron en la cruz la victoria. Y con ella a la cabeza comenzaron a caminar. La cruz era para ellos donde todo se cumplió, como dijo Aquel. La cruz les derrotó al principio porque no se la creyeron. La cruz demostró después en la resurrección, o en la manifestación de las llagas a Tomás, el papel fundamental que tuvo en esta historia de amor que les cuento.
Así es como los cristianos comienzan a identificarse con ella, así es como la cruz se convierte en la cabeza de sus primitivos cortejos, y por supuesto en la cabeza de los nuestros. Ninguna hermandad sin cruz de guía, ninguna Parroquia o Basílica sin cruz. Porque sin ella nos perdemos, no nos entendemos ni tenemos sentido. Sin la cruz no hay resurrección, porque la cruz ya es la resurrección.
Al hilo de lo que les comentaba, también les digo: ningún mes de mayo sin cruz.
El 3 de mayo es el día en el que, según la tradición, Santa Elena halla por fin la Verdadera Cruz de Cristo, que pasaría a la historia como la Vera Cruz. La Iglesia celebra desde entonces el hallazgo y promueve su veneración. La fiesta pierde importancia en el mundo católico al establecerse el 14 de septiembre la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, pero España se mantiene, no abandona mayo.
Así se convierte mayo en el mes por excelencia de las cruces. Haciendo una mención especial a Granada y Córdoba, de las que seguro podremos hablar otro día; voy a quedarme con las cruces del mundo cofrade. Esas “mini procesiones”, si me permiten la licencia, que recrean nuestra pasión en las calles y los templos.
El mundo cofrade lo ha entendido, ha entendido la importancia de la cruz y la necesidad de interiorizar el símbolo como algo que nos permite afianzar nuestro sentimiento de pertenencia a algo grande. Y es por ello por lo que confía a sus niños llenar el mundo de cruces cada mes de mayo. Para que aprendan de María a estar siempre a sus pies.
Por suerte, las cruces de mayo están cada vez más arraigadas en la vida cofrade de nuestro Madrid. Nos hacen entendernos a nosotros mismos, nosotros que proclamamos cada abril una muerte de cruz, anunciamos en mayo una vida EN la cruz. Y quién mejor que los niños para que seamos conscientes de ese renacimiento que supone una nueva Pascua, una nueva resurrección a la que todos estamos invitados desde que un jueves nos sentaron a cenar.
Las cruces de mayo deben suponer para los adultos un momento de viajar hacia dentro, y de dejarse enseñar por los que vienen trayendo la cruz. Debemos hacer como Santa Elena, buscarla de manera incansable hasta entender la victoria que entendieron los primeros cristianos para poder seguir proclamando en abril al nazareno, y para poder vivir desde su resurrección con la cruz por delante.
Ángel Ruiz.
Foto de portada: Hermandad de la Macarena de Sevilla.