Apenas el segundo artículo de la columna y ya estoy de celebración. Permítanme, amigos y amigas, expresar mi felicidad y lo especial que resulta para mí escribir mi intervención de este mes, que coincide con el día en el que admiramos a María como Estrella de los mares.
Y es que no puedo ni debo hacer otra cosa más que reconocer a la Virgen del Carmen como patrona de todas y cada una de las letras escritas aquí, Ella es la indudable dueña y Señora de cada crónica de este pescador.
De todos es sabido que España es tierra de María, podemos recorrer el país de punta a punta; que en cada pequeña aldea, en cada pueblo, en cada ciudad, hay una imagen de María por la que todos sus vecinos, si se me permite la expresión, pierden el sentido.
Desde la Virgen del Rocío, pasando por la Macarena, las Angustias en Granada, Desamparados en Valencia, Almudena madrileña, Sonsoles en Ávila, Montserrat catalana, Begoña en Bilbao y mil más que podríamos enumerar.
Como les digo, nuestra tierra es tierra de María, con unos y otros nombres, pero de María.
Pero, señores, llega el mes de julio. El séptimo mes del año siempre nos trae algo maravilloso. La Virgen del Carmen nos derrota, nos deja temblando y sin esquemas. Considero esta una de las advocaciones marianas más fuertes y con más peso.
La Virgen del Carmen viene arrasando, inundando y llenando. Ella es quien cada mes de julio se carga el esquema de tierra y convierte todo en un mar precioso en el que poder navegar y recogernos del naufragio. María inunda la tierra, la oculta, y nos deja en el mar. Me van a decir ustedes que esto no es una auténtica pasada.
Me explico, miren, volviendo a este apasionante viaje mariano por nuestro país, es imposible negar que en prácticamente todas las parroquias hay una imagen de la Virgen del Carmen. Con sus cultos perdidos por el paso del tiempo y de los fieles, o con los mismos por comenzar; quizá nunca haya salido de esa capilla o quizá salga todos los años. Pero estar, está.
Es así como la Virgen del Carmen ejerce como uno de los nexos de unión más fuertes que tenemos los creyentes españoles que además nos consideramos apasionados de María. La Virgen del Carmen se ve en todas partes y no cansa. Y así debe seguir siendo para que en julio, año tras año, nos inunde con su mar.
Dejo de recorrer y me quedo en Madrid. En nuestro Madrid.
La prueba de todo lo que les cuento la encontramos en nuestra ciudad, y es que no me atrevo a decir, por miedo de dejarme alguna, cuántos cultos, procesiones, besamanos y todo tipo de oraciones protagoniza la advocación carmelitana estos días.
Los cofrades somos las partículas del agua del mar de la Virgen, somos la corriente que conduce su barca al corazón de los madrileños que salen a verla, o simplemente la encuentran en la calle. Somos inundación, manantial; portadores de un uniforme de amor en forma de escapulario que conforma una flota sobre asfalto, la de María. Y con todos mis respetos hacia aquel monarca, la verdadera Armada Invencible.
No puedo terminar sin referirme a lo más importante, cuando julio termina, la marea baja y la tierra queda de nuevo al descubierto.
La Virgen del Carmen vuelve a sus capillas, sus estampas y escapularios que todas las abuelas tienen en el cabecero de la cama. Vuelve al descanso, al mar en calma que romperá en oleaje al llegar un nuevo mes de julio.
Y quedamos nosotros, los portadores del escapulario que tienen por única obligación mantener la tierra regada por Ella. Nosotros somos quienes debemos regar en su ausencia, inundar hasta que llegue de nuevo.
Inundamos cuando miramos, cuando Madrid y su gente son objeto de nuestra misión más comprometida como cristianos. Inundamos cuando somos felices sabiendo que nos aman desde un altar. Inundamos estando, como la Virgen está.
Esta es mi intervención con motivo de este gran día. Llena de una mirada continua a María, desde la tierra al mar, y vuelta.
Permítanme la rareza, deseo que disfruten esta inundación.
Y cuando pase, ya saben: a mantener la tierra, a regar, a inundar.
Ángel Ruiz.